Las ciudades de madrugada siempre me dieron ganas de huir, y todas las carreteras del mundo, y tus ojos que me miran como quien mira al mar. Este verano conocí todas las carreteras del sur, y como en una novela de Kerouac, huimos sin mirar atrás. Cada mañana era una nueva aventura, lo más importante era tumbarnos bajo el sol. Las terrazas en las azoteas, hablar en idiomas desconocidos, los trucos de magia, la felicidad cuando se puede tocar. Los pies en el salpicadero, la mirada perdida, los bailes improvisados en el coche. Me pasaría media vida huyendo. Volver a casa de madrugada, con los ojos llenos de vida y el corazón a prueba de bombas. Esos días de mar y carretera me han hecho más fuerte. Porque todo es más sencillo de lo que nosotros creemos, tan sólo se trata de sonreír al menos una vez al día, saber por quien luchar, mirar al cielo, leer, poco más. Desde que he vuelto me siento como en una película. Todas las mañanas mi banda sonora son tus miradas (aunque a veces estén lejos). Y cada pocos días me escapo a la ciudad del viento a alimentar a los gatos, y me siento a contarles mis historias, y a veces sonríen (te lo prometo). Nado en ese mar que se me de memoria (ya no tengo miedo a ahogarme) y soy un poco más valiente. La felicidad es esto: tú, somnoliento, trayéndome el desayuno. Porque nunca sé si empezar comiendo las tostadas o comiéndote a ti. En definitiva, que soy feliz. He recuperado mi esencia. Nunca me olvidaré que estoy hecha de mar, huidas, y sueños. 


Ahora escribo pájaros.
No los veo venir, no los elijo,
de golpe están ahí, son esto,
una bandada de palabras
posándose
una
a
una
en los alambres de la página,
chirriando, picoteando, lluvia de alas
y yo sin pan que darles, solamente
dejándolos venir. Tal vez
sea eso un árbol
o tal vez
el amor.
                                    
                                                                                                      Julio Cortázar

"Siempre hay una habitación vacía esperándola."

Esta mañana me he despertado con una fotografía que dio la vuelta al mundo. Aparecía la fachada de un viejo hotel en blanco y negro, podía pasar desapercibida, pero en el medio se veía a una mujer con un lazo enorme en el pelo, volando, cayendo en una caída interminable. Morir con un lazo en el pelo. Suena como si hubiera estado planeando el suicidio. Esa mañana, se habría levantado, quizá preparado una taza de café, puesto sus mejores galas, ¿Habría leído el periódico? La imagen que no se va de mi cabeza es ese instante, frente al espejo, mirándose, colocando ese enorme lazo en el sitio perfecto. Los dedos deslizándose por la tela, la última mirada frente al espejo, el último pensamiento. Las flores en el jarrón de la entrada. Todo en silencio. Los últimos pasos desde la ventana del baño hacia la cornisa. El viento despeinándola en el octavo piso.

En la calle el fotógrafo esperaba el momento perfecto. Había pasado la tarde siguiendo a un coche de policía, hasta que llegó al hotel. En el octavo piso una mujer estaba sentada en la cornisa. "Saqué mi cámara del coche e hice dos disparos rápidos. Mary Miller pareció vacilar… Lo más rápido posible metí la película expuesta en la caja y cogí película nueva. Tan sólo un momento después de haber cargado de nuevo la cámara, Mary saludó a la multitud y se empujó al vacío. Estallaron gritos de los horrorizados espectadores cuando su cuerpo se desplomó hacia la calle. Mantuve el control sobre mí mismo, esperé hasta que la mujer pasó el segundo o tercer piso, y luego disparé".
 
Quizá en la habitación de hotel quedaba una nota que anunciaba el motivo, quizá quería volar, puede que se hubiera cansado de ver todos los días el mismo cielo. Un amor perdido. Había dejado de escribirle, la última carta había llegado hace meses. “Te querré siempre”.


(The 1942 Genesee hotel suicide, fotografía de Russel Sorgi)