"Debe haber sal dentro de esa mirada."

(Foto: Tumblr, autor desconocido)

Escribí, por ejemplo, que quería escuchar el mar en tu pecho cada tarde, que aún éramos grandes, que no podíamos dejar que nuestros sueños se deshicieran. Te abracé, perdí mis uñas rojas en tu espalda, en un abrazo interminable en una lucha contra el tiempo. Bajé la persiana, para que nadie nos viera, para esconderme del mundo en tu cuello. Jugamos a viajar en el tiempo. Estuvimos en el pasado, en cada ciudad que visitamos, nos abrazamos en todas las posturas posibles, nos besamos hasta que descubrimos que aún sabíamos a mar. Éramos un mar. Un mar lleno de mareas y barcos. Te escribí, de mis ojos a tus ojos, quédate conmigo. Aterra pensar que no habrá más inviernos, ni primaveras. Que no existe un siempre, apenas un ahora, que arañamos segundos al poco tiempo que nos queda queriendo ser eternos. Que nunca seremos más grandes que el tiempo. Anhelando, siempre anhelando, paraísos que comienzan en tu boca y terminan en tu espalda. Carreteras interminables. Sueños que empiezan y terminan en ti. Aterra saber que la ciudad del viento ya no me extraña, sus habitantes felinos ya tienen quien les acaricie y les cuente secretos. Los tejados, las azoteas, y todo eso, pero sin ti. Los autobuses de vuelta buscando algo en el fondo del atardecer. Escribí también, que ayer bailamos, sin ropa, en una pista improvisada sin sábanas. Que hacía más de 60 días que no nos mirábamos de cerca, tan cerca, que dolía. Nos quisimos tanto, tanto, que se nos hacía difícil comenzar de cero, fijarnos en otros ojos, vivir de otras caricias, por eso, apurábamos los últimos momentos, sabiendo que ese era el fin. El final de los finales. La despedida, el último baile, el último susurro “te quise demasiado”. A veces no se puede querer tanto – Te dije. Y sonreí amargamente. Como quien despide un tren, sabiendo que nunca volverá a pasar por la estación. Sabiendo que no queda nada más que un puñado de recuerdos que pasarán a vivir en el olvido. Ahora queda renacer, solos, amargos, buscando en esta realidad que nos ahoga algo por lo que luchar. Un motivo. Podemos, supongo. Puede que un día te encuentre por esta ciudad, solitaria, y ya no reconozcas mis ojos, ni mi pelo, puede que cambie de nombre y me dedique a escribir todo lo que nunca viviré. Y lleve vestidos y sombreros, y odie los gatos y el amor con todas mis fuerzas. Y me convierta en olvido.

Cúrame el vacío - Dije.



“Tengo que salir de aquí me estoy volviendo cuerdo.” Y todo suena a lo mismo, el mundo es un vacío interminable. Así que esto era lo que llamaban vacío. Sobrevivir cada medianoche. Escuchar tangos en una librería llena de libros polvorientos, buscando quien sabe qué, puede que palabras que no nos digan nada, frases que sean sólo eso. Y el presente rompiéndonos por dentro y el futuro metido en una pecera. Los valientes, quienes son esos. Y esta ciudad que es un laberinto lleno de músicos ambulantes tocando canciones que parten el alma. La vie en Rose y Oviedo saltando en pedazos. El calor duele, el mar está demasiado lejos y aquí no hay nada que nos haga sonreír. Coge el autobús cada mañana, sonríele al conductor, pide el café para llevar, quémate los dedos, abre la tienda, sigue sonriendo, sonriendo, sonriendo. Lee. Finge. Túmbate en el suelo de la cocina y deja que el suelo se inunde de lágrimas. Ahógate en ese mar de tristeza, todos saben que no sabes nadar.

Ya no hay paz. Puede que nunca la hubiera. Recuerdo una mano acariciándome la espalda, secándome las lágrimas, una mirada que me decía todo. Que podíamos con todo, que nosotros éramos los valientes. Recuerdo estar sentados en el metro, en tantos metros, en silencio, de la mano, sabiendo que ese momento era especial, que acumulábamos sueños en cada vagón. Y los aviones y los cielos y todo eso, y los helados en las azoteas, la manera en la que renacíamos cada mañana y le quitábamos las legañas a la vida. Las mañanas antes de ir a trabajar, cuando te levantabas a preparar el desayuno y yo seguía despierta con los ojos cerrados, haciéndome la dormida, sólo para que vinieras a despertarme. Y el abrazo justo antes de que encendieras la luz. Quédate conmigo, que somos grandes, joder, que nadie tendrá esto que tuvimos. Sabía que tenía un hogar. Que estarías ahí. Y ahora me vuelvo pequeña, me pierdo, y hace tanto tiempo que no escucho tu voz que estoy olvidándola. No quiero. No quiero volverme cuerda, quiero que sigas volviéndome loca. Y conquistemos el puto mundo entero de la mano. Nosotros somos los valientes. Nosotros éramos los valientes. Todo está volando en pedazos, cada recuerdo se hace más y más pequeño. Apenas queda nada. Se acaba el tiempo. Esta ciudad es un vacío interminable.

"He olvidado mi mejor momento, pero lo llevo dentro."



Volvía en aquel tren, que salía a primera hora, descalza, con los pies apoyados en el asiento de al lado y un libro justo delante que hablaba de desamor. De partir. De las ausencias, la nevera vacía, de todo impregnado de su olor. Me quedaba dormida a ratos, y despertaba, entre montañas, en aquel pueblo alejado de Austria, tocaba regresar a casa. Intentaba leer y dejarme llevar por la poesía, creer que había algo más en ese infinito eterno que se extendía ante mis ojos. Pero estaba vacía por dentro. Hacía más de 25 días que no escribía porque no tenía nada que decir. El hombre más rubio del mundo estaba sentado enfrente. Y escuchaba música en un aparato de última generación. También tenía los ojos mas azules del mundo y había colgado su chaqueta en el perchero de la ventanilla muy lentamente. Con cuidado. Como si fuera parte de él. Perdía la vista en el mismo lugar que yo. Y sus ojos azules se disfrazaban por un momento de verde campo, era una mezcla bonita. El revisor me preguntaba por el billete del tren en alemán por tercera vez. No entendía nada, ni tampoco entendía como la pareja de la ventanilla de al lado no se miraba a los ojos desde hacía más de dos horas.

Era un instante de perfección dolorosa, de tristeza, de regresos, ausencias, de huellas alejándose en un camino que no tiene regreso. Cerré los ojos, me acosté de nuevo en el asiento y cuando desperté el hombre de los ojos azules había desaparecido. En su lugar había una mujer sonriente, que escribía algo incomprensible en una nota. Cuando volví a abrir los ojos habíamos llegado a nuestro destino. Ruido de maletas, ajetreo, y el tren esperando nuevos pasajeros. Aquella estación de tren tenía algo de magia, misterio, era una desconocida más, no entendía ni uno sólo de los carteles, estaba perdida y sin embargo sabía dónde estaba. Supongo que algo así era la vida últimamente. Perder la vista en el infinito, esperando que llegue algo y nos salve de tanta tristeza, de la ausencia, de todos los poemas de amor que nunca serán nuestros. Coger aviones para escapar de mi misma. Conocer nuevos lugares, y que todo tenga el mismo olor, impregnado de nostalgia, la misma música lenta y triste. 

En mis retinas sigue grabado aquel instante de perfección dolorosa, en el que dos desconocidos mirábamos hacia el mismo lugar, ausentes, eternos, sabiendo que aún quedaba esperanza. El infinito nos lo decía.