¿Quieres mirar la lavadora conmigo?


Abría la puerta, y aparecías, con esa sonrisa que me desarmaba y la promesa de ser juntos algo más que el tiempo. Aparecías, derribando todos mis principios y haciéndolos humo. Diciendome: ¿Qué tienes para cenar? Y eran esas maneras, la forma que tenías de besarme el cuello mientras me ponía a sacar las sartenes, tus brazos que me cogían y recorrían todo el pasillo. Como una carretera interminable, como una ciudad sin nombre. Y llegábamos a nuestro destino, intentábamos cambiarlo, volando lejos del tiempo. Eramos más que el aire que nos rodeaba y respirábamos vida cuando nos tocábamos. En aquella habitación que tenía vistas al amor y era la más grande de toda la casa. Y eramos puros, como un sueño. Recuerdo tu sonrisa caminando a orillas de Sena, nos recuerdo a los dos sentados, viendo como los barcos pasaban de largo, no importaba. Eramos grandes, y nos desintegrábamos con tan sólo tocarnos. Recuerdo el olor a té con limón en la habitación de Cagliari, los nervios antes de coger cualquier avión, la incertidumbre al pisar cualquier ciudad desconocida. Eras mi aeropuerto. El mensaje después de la ducha en el espejo. Barba y camisa de cuadros. Pájaros en la cabeza. Doscientos mil recuerdos guardados entre tu corazón y el mío. El beso al abrir la puerta, con esa sonrisa que desarma y la promesa de ser juntos algo más que el tiempo.

De café y otras cosas.


Pierdo la consciencia cada mañana justo antes de despertar, un instante, alejada de toda realidad. Mientras, en la casa del lado el olor a café inunda la nariz de la señora de la casa. Sentada, perdida en los titulares del periódico que anuncian lluvias un día más. La cama está a medio deshacer, o a medio hacer, quien sabe, igual que la mía, que ha vivido más batallas e insomnio que ninguna. El cartero está metiendo en cada buzón una factura, un sobre de publicidad, y una carta de amor inexistente. Los taxis están esperando algo. Los autobuses nunca esperan a nadie. Hace tiempo que no sacamos las copas del vino- dijiste. Hay poco que celebrar ahora que no nos vemos cada noche. La manta del sofá siempre está arrugada en el sofá y la televisión muda, ese es el salón del que vive en soledad. Del que no tiene invitados. Los platos llenan el fregadero y el agua se desborda cada vez que abres el grifo. No quedan tazas limpias, la nevera está vacía. Ah no, quedan yogures naturales y algo de queso. El olor a café se cuela por debajo de la puerta y me abre el apetito. Creo que tengo que ir a limpiar la cocina y después hacerme un café como el de la vecina, que sigue leyendo el periódico pensando en qué comida preparar. Quizá una sopa y algo de carne, no tiene muchas ganas de cocinar hoy. Yo tampoco tengo ganas, pienso. Su marido hace tiempo que no la abraza-sigue pensando- aún así insiste en ponerse su vestidos favorito, hoy será el día. Al mediodía, todo sigue igual, el cielo está nublado y los platos sin fregar. Yo, danzo por la casa esperando que alguien me abrace. A este mundo le faltan abrazos.  Y sueños. Las dos estamos solas, con un vestido nuevo y un libro entre las manos. Creyendo que la literatura nos traerá aquello que no tenemos. Que un príncipe abrirá la puerta con un vestido en la mano diciendo – Vámonos a cenar, hoy será el primer día del resto de nuestras vidas. Y la casa dejará de estar tan sola, tan triste, seguimos leyendo, sonriendo. Pero cuando abrimos los ojos el café está derramado, el grifo sigue goteando y cada plato reproduce un sonido diferente. La nevera sigue vacía, como si fuera una metáfora del corazón. Y sólo un pensamiento cruza nuestra mente:
“¿Debería suicidarme o prepararme una taza de café?”
(frase final de Albert Camús)

"Reina en las ciudades sin nombre, en estaciones desiertas."


Fumabas en la terraza de aquel piso de mala muerte, creyendo que la tristeza se iría con cada calada. Dejabas escapar el corazón en cada ráfaga de humo que salía de tus labios. Rojos, ajados. Proclamabas las ojeras como forma de vida. Te acostabas de madrugada, después de leer poesía, escribirla, de sentirla y tatuártela en la piel. Tenías principios de sonetos en los brazos, metáforas en la frente y la almohada llena de tachones. Estabas loca. Loca por desaparecer y olvidar esas cuatro paredes. Te pasabas cada tarde en la estación viendo pasar los trenes. Esperando que alguno te trajera esperanza, o por lo menos, se llevara la tristeza. Siempre con aquella libreta, esbozando una historia para cada viajero. Había parejas felices, parejas infelices, hombres solitarios, ancianos llenos de vida y niños con los ojos muy grandes. Te fascinaba escribir sobre cada uno de ellos y pensar en lo que harían al llegar a su destino. Después de aquello, ibas a la cafetería de la esquina de debajo de tu casa. A tomar un café bien cargado que alargaba tus ojeras. Así era tu vida, la soledad era tu forma de vida. Y la casa que siempre esperaba en silencio. Colgar el abrigo en el perchero, preparar algo para cenar y volver a la terraza de aquel piso de mala muerte, a charlar con la luna. A fumar un cigarrillo creyendo que la tristeza se irá con cada calada. Dejando escapar el corazón en cada ráfaga de humo. Escribiendo poesía con los ojos perdidos en la ciudad silenciosa. 

(…) La soledad no es estar parada en el muelle, a la madrugada, mirando el agua con avidez. La soledad es no poder decirla por no poder circundarla por no poder darle un rostro por no poder hacerla sinónimo de un paisaje. La soledad sería esta melodía rota de mis frases.” 
"La palabra del deseo", Alejandra Pizarnik.