Dejándome la piel en cada palabra.



No te  voy a contar las noches que pasé con cuchillos agujereando mis recuerdos. Ni las veces que creí verte al final de la calle, esperando, sonriendo, diciéndome: No has crecido nada. Y ahora todas las noches son eternas y las mañanas son ojeras. Cuesta perder a un superhéroe y seguir viendo como vuela por los tejados. Y aún sigo esperando que algo me salve. Y me diga que la vida pasa es un café, o dos,  que soy la Maga y que querría conquistar conmigo “Le Ponts des Arts”. Debería decirte que cada vez que voy al supermercado me giro buscándote para preguntarte qué hacemos para cenar y sólo me encuentro con desconocidos peleándose por coger naranjas o mandarinas. Que la ciudad se viste de gris y no consigo ver los putos colores. Ni en el fondo del vaso. Ni en la verbena más animada. Ni bailando y olvidando. Creo que estoy destinada a ser Clementine escapando de los recuerdos. Corriendo en una playa en invierno. Borrando a su Joel Barish. Que no habrá más helado en azoteas, ni ciudad del viento, ni encierros hasta romper la tristeza. Ni desayunos astrománticos llenándolo todo de luz. Ni tus ojos con mis ojos, fuegos artificiales. Ni tu vida con mi vida. Ni cogerte la mano, fuerte, antes de que despegue el avión. Ni ciudades desconocidas, ni caricias desconocidas, ni besos a destiempo en la última fila del cine. Escápate, Clem. Escápate antes de que te arranquen el corazón que sólo tienes uno. Corre. Y no mires atrás.

"Busco detrás de mis párpados
la playa en que te vi reír,
y el mar sonando en el hueco de tu abrazo,
como una caracola abandonada
en la arena de los días perdidos."

Ismael Serrano

"Insomnio por guerras mentales con final de cine"



Empecé a escribir y no me acordaba ni de mi nombre. Lo había olvidado todo como Clementine, quizá me llamara así, quien sabe. Estaba sentada en medio de la nada, entre luces y mar, todo era silencio. En el asfalto se veían papeles volando, trozos de corazón, algún mechón de pelo y todas las certezas. La única promesa que seguía teniendo validez era luchar hasta que el corazón se cansara. Me había despojado de todo por fin. Eso que estaba saboreando era la libertad, la vida. Empecé a imaginar finales de cine, cuando la actriz principal hace un monólogo hablando de su vida. Comenzaría con “Ella adoraba gritar, le gritaba a todo y a nada, supongo que quería sacar de su pequeño corazón todo el dolor que le habían metido. Y reía, reía demasiado, sobre todo por las mañanas al hacer café y asomarse por su ventana y ver el cielo azul. Hablaba con los gatos y bailaba en el pasillo, creo que siempre necesitó que alguien la admirara en esos momentos y dijera, “mi loca”. Estaba loca por vivir y cada día moría un poco más. Había decidido que su final tenía que ser memorable y ahora estaba ahí, sentada, el asfalto se derretía con sus ojos y el corazón dejaba de latir poco a poco. Pausado. Lento. Un vals con la muerte. Por fin era libre. Había aprendido a volar con sólo cerrar los ojos y había llegado su fin. Ese que tanto había imaginado. Azul, tenue. Las letras F, I, N fueron apareciendo bailando hasta colocarse en el centro de la pantalla. “

Terminé de escribir en aquella calurosa noche de verano y por fin recordé mi nombre. 

"y miras las calles
como otra orilla del mismo lado,
la esperanza es una hoja caída sin esfuerzo,
el retrato fósil de los charcos en las aceras
y el andar grisáceo de las sombras
en su hábitat natural de paredes y suelos."

Escandar Algeet

Ojos grandes, ojos tristes.


- Ojos grandes, ojos tristes. – Siempre me decías eso, yo por aquel entonces no entendía muy bien porque lo decías. Quizá entraba todo el mar en ellos. Todas las mañanas, mientras tú desayunabas yo me iba al jardín y arrancaba algunas margaritas, las colocaba en un jarrón improvisado y alegraba un poco la cocina. Pero mis ojos siempre estaban grises pese a lo grande que fuera mi sonrisa. Crecí, pero mis ojos siguieron con su tamaño y profundidad. Los buenos días eran verdes, un verde bosque, en el que podías perderte y nunca encontrarte. Y los días feos, tristes, se transformaban en un color madera. Madera hueca. Te fascinaba ese cambio y yo sólo quería que fueran verde-azules como los tuyos. Ser mar y campo. Aquel último día que te vi, me volviste a decir lo mismo, esta vez sin hablar. Me susurraste con la mirada que no querías que mis ojos fueran tristes nunca más. Y yo prometí que lo haría por ti. Pero a veces la vida me revuelve las entrañas y el tiempo no pasa. Y aquí no hay campo para coger algunas margaritas y alegrarme la vida. Ni tengo tus buenos días cuando me despierto. Ni los de nadie. Y mis ojos son un océano sin fondo. Grandes, tristes, esperando que algo les salve. Para que vuelvan a ser los más verdes del mundo, verde bosque, en el que puedas perderte y nunca encontrarte. 

"Me decías lo que media
entre tú y tu soledad,
es un trecho que no puedo abarcar."

Nacho Vegas.

Borracha de vida.



Escribir poesía en el puerto mientras un helado se derrite. Las gaviotas entonan su canto. El cielo se viste de fiesta. La soledad es una libreta llena de garabatos y el mar baila cuando nadie le ve. Volver a casa con el mar en la piel y restos de sueños en los ojos. Caminar despacio, pararme a hablar con algún gato y contarle que algunos días olvido de qué color es el cielo y tengo que ir al mar. Y ver el punto en el que se corta cielo y mar. Ese azul extraño, intenso, ese es el que me da fuerzas. El gato sonríe, asimila, y mueve la cola. Entiende todo lo que pasa por mis ojos. A veces necesito llenar la libreta de mi vida con atardeceres de colores y días especiales. Días que se marcan a fuego en el calendario y en el corazón. Necesito tumbarme en algún tejado y ver pasar la vida por encima de mis manos silenciosa. Perderme en la lectura de algún libro interesante que me enseña que podemos aprender a nadar solamente con cuatro cubos de agua. El olor a pura vida cuándo te zambulles en el mar y una ola te atrapa. El sonido de tu voz al otro lado del teléfono deseando tenerme cerca. Gastar la soledad hasta encontrarme contigo. Sonriendo. Al otro lado del puerto. Que llevas viendo dos horas como escribo, perdiendo la vista en el helado que se derrite. Que no queda nada más que un batido de poesía, gatos, azul cielo y una mirada que no quiere apagarse nunca. Que te dice: Quédate un poco más, y atrévete a memorizar el punto donde empieza el infinito. A mi lado.

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Lágrimas a punta de pistola.


Bajaba en el autobús, sentada en el mismo lugar de siempre, con la mirada perdida en las lágrimas que aún no habían salido de mis ojos. Los párpados pesaban. La vida pesaba. Los relojes caminaban lentamente, casi era medianoche. La hora del amor o de la tristeza. Los ojos se cerraron del todo. Por un momento aparecí en París. Estaba segura de que esas eran sus calles. Llovía, y caminaba bajo la lluvia sintiendo como la tristeza se iba, lentamente. No tenía paraguas ni lo necesitaba. Mi tristeza ya estaba en el Sena, y barcos llenos de luces la pisaban. Era noche cerrada. Los coches alumbraban de vez en cuando la acera con sus faros, y yo estaba ahí, en medio de la nada, en medio de la lluvia sintiéndome aliviada. Por fin había conseguido escapar. No tenía a donde ir, ni compañía, ni siquiera una voz que me escuchara. Pero ya no tenía nada que decir. Todo se lo había llevado la lluvia y a la mañana siguiente me despertaría en cualquier lugar, tranquila. Mi corazón necesitaba algo así. Un viaje en el espacio – tiempo a un lugar donde reinara el silencio, donde algo pudiera arrebatarme la pena de cuajo. Pero como todo, terminó. Volví a aparecer en el autobús, caminé hacia casa, y no era París, eran las calles más tristes del mundo. No llovía. El calor hacía que la pena se pegara aún más a mis entrañas. Ni siquiera había una luna a la que chillarle todo lo que tenía dentro. Supongo que tenía que llegar a casa, prepararme una sopa caliente, acunar las penas y esperar que llegara un nuevo día. Oviedo nunca sería París, pero sus calles de vez en cuando eran preciosas, y no podía olvidar eso. Ni eso, ni que la tristeza siempre acaba yéndose por debajo de la puerta. Supongo que la sopa caliente, un libro y las palabras me harían viajar de nuevo a algún lugar, bonito. En el que no cueste vivir. En el que no pese tanto la vida, ni los párpados.

(Ultimamente sólo se hablar de las calles de París. Mi página en Facebook por si aún no la conoces : http://www.facebook.com/pages/Voy-sin-musa-y-con-el-coraz%C3%B3n-a-voces/184871078226308)

Rutinas.



Las arrugas de aquella señora comprando el pan, caminando lentamente de regreso a casa. A preparar comida para dos y luego quitar el plato que sobra creyendo que está menos sola si pone la televisión. El telediario que anuncia inundaciones y un frío que pela este junio que parece febrero. Las arrugas en la sonrisa de la niña que está dejando de ser niña y besa como si no hubiera mañana. La primera vez del amor, arrancándote todos los principios y dejándote arrastrar a cualquier lugar. Amanecer en un portal muerta de frío entre sus brazos, conquistar obras a medio hacer y los baños de cualquier bar. Las arrugas del hombre de mediana edad que nunca tiene pan a la hora de comer y hace mucho tiempo que no sonríe de verdad. El que pasea buscando algo y no sabe el qué y al llegar a casa escribe que no tiene nada más que nostalgia. Las arrugas en el lomo del gatito que vive en el bajo de aquel edificio. El que adora el sol y se tumba a ver pasar las horas por su lomo mientras la señora que compra el pan le deja unos trocitos. El que se sube a la azotea a pensar alguna que otra cosa mientras la noche se vuelve naranja. Las arrugas en la falda de la chica que hoy quiere sorprender a un chico. Que ha preparado una cena increíble y luego se quitará la ropa esperando que le arranquen las arrugas de la soledad. Las arrugas de la frente del hombre que está en el hospital mirando desde su ventana, intentando atisbar algo de esperanza en el fondo del horizonte. Recordando cuándo cogía el coche y se perdía por carreteras rectas, interminables, recordando que era más libre que nunca y que esa libertad ya nunca será suya de nuevo. Las arrugas en mi frente, esta mañana cualquiera, en la que me siento en el parque a imaginar vidas. Rutinas. Que imagino bajo este sol que todo es posible y que tengo parte de cada personaje que imagino.


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Que conquistó París y aún quiere conquistar tus ojos.



Puede que esté como una regadera, pero prefiero pasear frente al mar que dar vueltas por un centro comercial. Sentarme en el banco del parque y ver como pasa la vida, o simplemente tomarme un café en cualquier lugar apartado del mundo. Los aviones me pierden, y se que la vida es un viaje increíble hacia ninguna parte. Prefiero que me dibujen constelaciones en la espalda a mirar el cielo y pedir deseos a las estrellas. Prefiero emociones y amor puro que rutina disfrazada de colores. Y sí, siempre que llego a casa espero tener una carta de amor en el buzón, o que aparezca el cartero con un ramo de flores con una nota sencilla que ponga “Guapa”. Adoro amanecer y que me des los buenos días en el desayuno y correr escapándonos del tiempo. Puede que sea una loca pero quiero ser tu loca. Los días malos escucho rap y hablo de mi ciudad gris, y los buenos, los buenos los disfruto de principio a fin. Puede que prefiera hacer una película contigo a verla en tus brazos. Ser Clementine, Adele, Naoko, que más da. Cualquier loca con el pelo de colores intentando salvar el mundo o salvarse a sí misma. Con su superhéroe al lado. Que la invite a merendar un par de bocadillos y a cenar besos. Planeando comprar provisiones para encerrarnos en casa 72 horas. Y no salir de la cama ni a tiros. Rodando la película más bonita del mundo sólo por tenernos. Abrazarte y comprobar el tacto de tu espalda. Acariciarte el pelo y pensar: “Joder, así sí, aquí es donde quiero estar.” Y ya puede terminarse el mundo. Las carreteras interminables nos esperan.

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