La nada, que era todo, que era tu mano lejos de mi espalda. Nosotros
bailando lejos de la vida. Un beso en blanco y negro en medio de cualquier
calle. Nosotros en blanco y negro en una habitación de París. Este invierno no
había nevado, apenas había llovido, todos los días eran grises y se sucedían
unos a otros. Como un tren que pasa rápido y no para en la estación. Como la vida que camina
deprisa. La falta de lluvia era una mala señal. Recuerdo que los domingos te
gustaba salir a empaparte, sin paraguas, libre, dejando que el cielo descargara
toda la nostalgia sobre tus hombros. Ya no existían esos domingos. La falta de
lluvia nos alejaba. Este invierno raro, que no era invierno, que no era nada, que
no olía a café ni a besos. No como aquel invierno, en el que conquistamos el
mundo sin apenas darnos cuenta. Cada calle, cada cafetería, todas las esquinas
de esta ciudad. Los portales, los bancos, los mejores lugares para los amantes.
Tus ojos recorriéndome de arriba a abajo, como quien mira a un sueño hecho
realidad. Tus manos acariciándome el pelo, dejando que la vida se colara entre los dedos. Las cortinas de mi habitación danzando al son de tus manos. Este
invierno era diferente. Sonaba a todas las canciones de amor que nunca quisiste
escuchar. Olía a nostalgia. A esa nostalgia que lleva uno pegado a los zapatos.
Ya no me mirabas. Mirabas hacia otro lado, buscando la lluvia, la nieve, algo
que te recordara aquel invierno en el que conquistamos el mundo. Yo me perdía
por las calles que un día habían sido nuestras. Ya no nos quedaba nada. Quizá
nunca tuvimos nada. La nada, que lo era todo, llenándolo todo de miseria. Y tú
mirando hacia otro lado.
"Porque la pequeña muerte acecha
en lo pequeño
en el número de teléfono que nunca marcas
aunque debas
en las frases que no sueltas nunca a tiempo
en el telediario de las tres de la tarde
en las noticias de las nueve
en la reseca estepa de los sueños
que más temes.”
La pequeña muerte, Carlos Salem