"Salta del tejado y aplasta mis flores."


Estoy seca por dentro, el collar se ha roto en mis manos, estoy rota, tanto como el vaso que se hace añicos en el suelo, siempre quedan pedazos. Estoy cortándome los pies con la ausencia. Todos queríamos escribir, salvarnos, ser especiales, encontrar algo mirando al cielo. Pero nunca pasaba nada, y la droga más dura era mendigar intensidad. No había amor, no había trenes, la guerra con la vida estaba perdida y sólo podíamos contemplar como el fin del mundo nos agarraba por dentro hasta destrozarnos. “Salta del tejado y aplasta mis flores.” Ya no me queda nada por lo que luchar. Rómpelo todo, olvídate de todas las ciudades sin nombre, del tacto de mi pelo, de los besos en tu espalda. Rómpelo todo en mil pedazos como aquel vaso, como el suelo de la cocina lleno de cristales. ¿De qué me sirve el sol si aquí solo sale un segundo?

Todas las ciudades siempre parecen la misma, y todo el gris que es el mismo gris que vive dentro de tus ojos. Mis lágrimas y tus lágrimas y el futuro incierto. Y el mundo que nunca se detiene a nuestro alrededor, sigue girando en espiral hasta volvernos locos. Y vomitamos palabras, sueños, y la poca vida que nos queda se nos escapa por los ojos. “Los escaparates llenos de vestidos y tú tan desnuda por dentro.” Y acabo escribiendo siempre una tragedia, un final dramático, en el que el violinista se acaba olvidando de tocar, el amante de amar, y todo aquello en lo que creíste se volvió lejano e inalcanzable. Es la sensación de estar tan cerca de algo, pero a la vez no poder abarcarlo, sentir que resbala por tus manos, que nunca volverá. Todas las canciones hablan de tristeza. Todos los trenes hacen siempre el mismo recorrido. El amor se nos escapó por la ventana. Está perdido. Puede que nunca regrese. Yo por si acaso me sigo asomando a ver el cielo, por si aparece, por si se acerca y me abraza y se queda conmigo para siempre.

"En tus sábanas nunca dejó de ser verano."



El problema viene cuando hay más despedidas que huidas, cuando la playa no nos aguarda, cuando tus ojos se alejan, y no hay rescates, y pasa el camión de la basura y la vecina de enfrente nos mira desde la ventana. Me despido entre lágrimas. Cojo un taxi, me apoyo en la ventanilla y dejo que las farolas me guíen. Hemos perdido la magia. Tu cuerpo está cerca, tú estás tan lejos, que ya no me enseñas a bailar, aunque ríes como siempre. Yo empecé a hacer ejercicio, quizá para sentirme más leve, para volver a volar. Pero lo que necesito en realidad son alas. Y faros, y sueños, y un gato maullando en la puerta, y alguna que otra promesa colgada en la nevera. Tengo dentro toda la soledad de los aeropuertos, estoy hecha de despedidas, y nunca soy capaz de acabarme la cena. “No se juega con la comida”. Y tengo un desierto en la mirada, y sed, mucha sed de palabras. De poemas en mi mano, en mi piel, en mi espalda, de un “no te vayas todavía, quédate, no puedo vivir sin ti."

Pero nadie es imprescindible para nadie y la vida sigue, y vamos dejando atrás aquel verano en el que te morías de felicidad al verme. Y aquella fotografía a la que le pintaron lágrimas, aquella que encontramos en una librería de París. En ese París que dolía. Que puede que fueran mis lágrimas, mi desierto, mi voz muda, mis manos llenas de ruina. Y sólo escribo porque hace tiempo que no lo hago, porque alguien le pintó lágrimas a aquella fotografía, porque quizá fui yo. Porque tengo miedo a que el tiempo termine de matarnos. Seguiré escapándome a tus sueños cada vez que la rutina me deje, y conseguiré volar, y puede que las playas nos echen de menos, que no haya más despedidas.

(De vez en cuando, los viernes, apareces con un ramo de flores y recordamos como subimos a cientos de aviones y llegamos al cielo. Tú insistes en que me amas. Yo se que todo se perdió en París.)

“Me he tomado también tu taza de café. 
Ya casi no tengo azúcar, 
pero me acordé que a ti te gusta amargo.
Sabe muy feo. Como esta soledad.
 Como este estar deseándote a todas horas."
— Jaime Sabines