"La vida es quizá triste, pero siempre bella."

Imagen: "Pierrot le Fou"

Habíamos escapado sin mirar atrás, recorriendo carreteras interminables en un descapotable robado. Comiendo en las gasolineras, con el vestido sucio y la camisa siempre desabrochada, pero llenos de vida. Yo te soltaba frases dramáticas cada vez que parábamos a repostar y tú me besabas como si no me fueras a ver nunca más. Paseábamos por la playa con las maletas en la mano, tumbándonos a dormir en la arena, bajo un sol que no perdona. Nos acariciábamos por las noches y nos amábamos por las mañanas. Después del “Buenos días, preciosa” tocaba buscar un buen sitio para desayunar. Nos perdíamos en el café, desayunábamos en silencio leyendo la prensa diaria, sabiendo que estábamos salvados de tanto desastre. No necesitábamos decirnos ni una sola palabra, una mirada bastaba para saber que teníamos el mismo destino. Éramos el destino del otro. A veces intentábamos caminar sobre el mar, queriendo llegar a algún sitio secreto. Pero no existían los secretos más que en nuestros ojos. Y mientras yo bromeaba con que no estaba enamorada tú decías que todo olía a muerte, pero que la vida era bella. Y la vida eran esos instantes,  los semáforos que nos hacían pararnos a respirar. Los desayunos inesperados y las cenas en medio de la nada, simulando ser dos pasajeros escapando del tiempo. Escapando de los relojes. Y tú leyéndome Rayuela mientras yo simulaba ser la Maga, quedándome dormida con tus palabras y el triste canto de los pájaros de medianoche. Como una huída interminable, como nosotros siendo protagonistas de una película que nunca se rodaría. Pierrot y Marianne, en un viaje hacia “ninguna parte”, el mejor lugar del mundo. 

"Resumiendo, estoy jodido y radiante.. "

(Imágenes: Peter Turnley/Corbis)


No había nada más cierto que ese sol que te cegaba cada mañana de camino al trabajo, que hacía que se te cerraran los ojos y desearas una buena taza de té. Nada más rutinario que la cafetería en la que tomabas el café cada mañana, entre los buenos días, el olor a tortilla y las miradas perdidas en la portada del periódico. Nadie leía libros. Algunos miraban al infinito, pensando en islas desiertas y en que debían poner la lavadora al llegar a casa. Era una rutina odiosa y adorable a la vez. La calle estaba abarrotada siempre de gente, con prisa, que olvidaba por un instante sus vidas concentrándose en sus quehaceres. Y tú te perdías en ese café, imaginándote en Londres, en unos pocos días, imaginando que tomarías el café en un lugar diferente, con una rutina odiosa diferente. Y sonreías, porque escribirías desde el metro y desde cada café sobre esas caras somnolientas que a veces daban los buenos días y soñaban “con amanecer en otro tiempo y otra ciudad.” Escribirías sobre el loco, el ama de casa que se dejó el horno encendido, sobre el marido que nunca lleva flores y que está enamorado de la florista. O sobre el niño que siempre mira a la niña que se sienta a su lado y no es capaz de decirle ni una sola palabra. Retratarías cada beso que pare el tiempo, esos que los amantes reservan para el momento del encuentro y que esconden un: He estado pensando todo el día en ti. Y seguramente escribirás, escribirás mucho, y te perderás en librerías, museos, buscando el arte que no existe en tus mañanas. Hablarás con cada gato callejero, y le preguntarás como son las azoteas allí, si se tumban a ver pasar la vida o la vida les pasa por encima. Pasearás refugiada en tu abrigo gris, escondiendo la sonrisa tras la bufanda, empapándote de cada instante. Y te pintarás los labios cada mañana de rojo en el metro, sonriendo a cada desconocido que te mire más de dos segundos. Porque la soledad puede estar llena de esos instantes, de esas cosas que vivimos sin apenas darnos cuenta. Porque la vida es eso, y quien diga lo contrario miente.

"Te remuerden los días, te culpan las noches, te duele la vida.”


(Imagenes: "Pierrot le Fou")
Suena: http://www.youtube.com/watch?v=8qEOO3D8ov0

Queríamos escapar del tiempo, y lo hacíamos cada noche esperando al amanecer en tu cama. Dejando que nos invadiera la telebasura, los consejos de Sandro Rey -En 52 días encontrarás al amor de tu vida- y al otro lado un ama de casa llora y el rimel navega por sus mejillas. A veces te quedabas dormido y yo te abrazaba por la espalda, te susurraba: Ven conmigo a cualquier ciudad desconocida, ven, no me abandones. Tú susurrabas en sueños -“Dejarás de estar triste en 62 días”- yo maldecía. Estábamos rotos en mil pedazos y aún así queríamos volar. Habíamos ardido mucho tiempo antes. Fue un fuego silencioso. Tú habrías cambiado todos mis poemas de amor por esta literatura desgarrada y un par de labios rotos que no supieran nada de amor. Estábamos sentados en la cama. La madrugada nos visitaba. Seguían sonando los consejos estúpidos en la televisión y algunos se consolaban tras el teléfono, removiendo el café, mirando el reloj de la cocina que ni se mueve ni deja que nos movamos. Pero yo no quiero consolarme, joder, quiero romper la puta televisión y salir de esta realidad que nos ahoga. Y que aparezcas y me cuentes las ganas que tienes de conocer esa ciudad conmigo. De perdernos por sus calles, bailar, como este 14, danzando por la cocina música de otro tiempo. Tomar un café en cada cafetería que veamos, inventar historias, que me cojas de la mano en el metro. Como si siempre hubiéramos vivido así, escapando y sonriendo, dejando que lo desconocido nos llene de vida. Un beso en cada escalera, y un susurro que dijera: Clementine, somos inmensos, y esta vida no nos matará, te lo digo yo. Venga, vamos a inventar un futuro en el que estemos los dos, que yo cada vez que te miro a los ojos nos veo desnudos en una azotea soleada. Tomando helado y curándonos las heridas.

De Ikea y poemas de amor.


(Imagen: "The Future", Miranda July, 2011)

De repente lo vi claro, estábamos sentados en el sofá de un salón cualquiera en Ikea. Mi cabeza, apoyada en tu hombro, los ojos cerrados. De repente visualicé mi vida entera, nuestros platos en la mesa, los libros desordenados. Una frase anotada en cada servilleta y un te quiero en el imán de la nevera. La fruta en mi cesta favorita, tus nunca más tirados por el suelo al lado de la lista de cosas que me harías cada día. No había miedos, París estaba en esa habitación, París éramos nosotros. Había poemas de amor para cenar y tostadas con mermelada de fresa para desayunar. Olía a fresas y teníamos una planta que florecía cada primavera. En invierno nos tapábamos hasta arriba y jugábamos a contarnos historias de miedo bajo las mantas. Yo bailaba por el pasillo cada vez que celebrábamos que estábamos vivos y tomábamos alguna copa de vino. Tú me arrancabas el vestido y después hacías de la vida algo grande. Cada noche me contabas un cuento en el que yo era una princesa que tenía mil gatos y mil vestidos y me hacías sonreír justo antes de dormir. Por la mañana yo era esa princesa y mis gatos dormían encima de la funda nórdica de flores. Gatos y flores. Vivíamos cerca del mar, y en verano paseábamos y recogíamos margaritas que después me colocabas en el pelo, una a una. Yo a veces me escapaba con una libreta a escribir poemas sobre el mar, la soledad, y el olor a salitre. Tú los leías a escondidas y volvías a contarme la historia de los gatos para que sonriera. Sabías hacerme feliz. Sólo poesía, gatos, mar, vestidos, la luz colándose por las rendijas de la persiana, tu cuerpo desnudo, el desayuno sobre la cama, frases subrayadas en los libros, primavera, flores, la promesa de abrazarme cada mañana. La promesa de ser más que el tiempo. Lo vi, por un instante supe que seríamos eternos, que te reñiría cada noche por no recoger la mesa y después te tiraría sobre el mantel lleno de migas y te haría el amor. Porque nosotros éramos eso, a ratos nos gritábamos y a ratos nos amábamos como nunca. Intensos. Un par de locos que se amaban más que nadie. De repente dijiste- Tenemos que irnos. Todo eso se desvaneció. Pero por un instante fuimos eternos. Bajé las escaleras sonriendo sin que tú supieras el motivo. Si yo te contara… pensé. Y me puse a escribir, y ahora lo estarás leyendo y sonriendo, porque tú eres el motivo. Tú siempre eres el motivo.  

"Nieve, toda la que quieras."



Lo que no sabía hasta este 2 de febrero, era que la nieve me daba suerte, que bailar bajo la nieve es aún mejor que bailar bajo la lluvia. Intentar atrapar los copos, mientras el tiempo se mece lentamente y parece que todo se vuelve bonito. Y va cubriendo los abrigos, las sonrisas, dibujando formas sobre los paraguas. La gente parece feliz tras la bufanda. No estamos muertos, recordamos que estamos más vivos que nunca. El frío siempre tiene ese efecto. Y nosotros, a refugio, este 2 de febrero, nos mordíamos, nos rasgábamos, sabiendo que íbamos a rompernos. Pero eso era lo de menos, nevaba y estábamos juntos. A oscuras, desnudos, conociéndonos a tientas. Como si nunca hubiéramos estado tan cerca, y la nieve pudiera cambiarlo todo, como si aún hubiera esperanza. Lamiéndonos las heridas, y cenando macarrones a la boloñesa. Una de las cosas que más recuerdo y que siempre me hace sonreír somos nosotros dos, en cualquier ciudad desconocida, cocinando unos macarrones. Sirviéndolos. Sintiéndonos un matrimonio raro que sólo sabe comer macarrones y contar historias de risa. Asomándonos a la terraza y tomando un helado en la azotea. Mientras seguimos contando historias que sólo entienden los tejados y las antenas. Pero hoy nevó, y sonreí por un instante, y te comí a besos, y cené esos macarrones que siempre me recuerdan a ti. Y la nieve me da suerte, me lo dicen los libros, me lo dice el viento. Y yo quiero que nieve todos los días.