Estoy leyendo un libro en el tren que habla de una chica que
cada mañana coge el tren. Podría ser yo, a excepción de que ella bebe siempre
un gin tonic de vuelta a casa. Habla del calor, de los desconocidos, de llenar
tu alma con recuerdos de futuros que nunca llegarán. Esta mañana se me cayó el
café justo antes de que llegara el tren porque el pulso a veces me tiembla,
aquello del insomnio y las ojeras, cuando huyo del tiempo por miedo a que el
pasado me atrape para siempre. Una vez dibujé mi futuro y tenía tu nombre.
Ahora mi futuro es un cielo gris. Escribí “Mi esqueleto es el de una ciudad en
ruinas” y lo taché después. Me pongo muy nerviosa cuando las personas que se
sientan a mi lado me rozan. Puede que sea un síndrome que crean las grandes
ciudades, estás tan solo que ya no sabes cómo estar acompañado. Hace tres años
cogí dos aviones y dos trenes para llegar a una ciudad en la que llovía y por
la que paseé queriendo crear recuerdos solo para mí. Hoy me llegó una postal de
mi compañera de viaje recordándome que soy valiente. No soy valiente. Nunca lo
fui. Una piel vacía es una piel desierta. Alguien me dijo que cuando tienes un
dolor muy grande se puede abrir un agujero en el corazón, pequeño,
imperceptible. Los doctores no le encuentran explicación. Pensé que podía
empezar un libro con esa frase. Así que de ahí salen las lágrimas, el dolor en
el pecho, la ansiedad. Un pequeño agujero. Imagino mis manos pequeñas con
agujeros en el centro por donde resbala agua (como una fuente). Hay algo que me
mantiene abstraída de este ritmo incesante, la voz no llega a mi boca, se queda
en el interior. Hace un par de semanas bebí un montón de cerveza desde lo alto
de un edificio desde donde se veía el cielo y creí ser feliz hasta que cogí el
tren para volver a casa y me mareé y no había nadie para coger mi mano. Al
llegar a casa mi habitación tenía las sábanas frías y la ventana abierta había
dejado pasar lluvia. Me dormí con el olor a humedad y el silencio. En mi casa
de cuando era pequeña había dos armarios llenos de ropa que olían a humedad y a
madera y siempre me gustaba abrir sus puertas. Mi infancia huele a hierba y a
humedad. Hasta que cumplí los once años no me gustaba hablar, prefería sentarme
a observar o dibujar. Después me obligué a ser como esas personas divertidas
que siempre tienen la palabra adecuada, aún sigo siendo esa persona callada,
pero me he acostumbrado a desempeñar el papel de espontanea. Nunca sabrías el océano
que hay dentro de mí. No sé por qué escribo todo esto, supongo que tengo ganas
de contárselo a alguien y no tengo a quién. Lo que más miedo me da de quedarme
sola en el mundo es no tener a donde ir ni quién te espere. Ser esa desconocida
de la ventanilla del tren que no tiene quien la abrace al llegar a casa, ni
quien la mire deseando quedarse a su lado para siempre. (..)
Adiós
Esta mañana me he
levantado como siempre, con ese sol caprichoso colándose por la ventana que da
al tejado. Con calma, he preparado uno de esos desayunos que levantan el
espíritu, avena, café cargado, galletas.
Hay una escalera muy
larga hasta la puerta que da a la calle, unos cien escalones que pesan en mis
zapatos.
Mi abuela ha muerto.
He decidido coger el
tren en la estación que huele a naturaleza y me recuerda el pueblo y cuando
corría con trenzas. Cuando te ayudaba a tender la ropa y te miraba mientras
cocinabas con tus hijas. También huele a cuando te sentabas en la escalera que
llevaba al desván a pelar habas, y me explicabas como se hacía.
Qué frágil la vida y
qué poco pensamos en la muerte.
En el tren hay una
señora que agarra fuerte su bolso y está llena de arrugas y de vida y huele a
ti. Y tengo ganas de decirle adiós porque tú ya te has ido. Porque no voy a
poder ir a decirte adiós desde mi escalón, rodeada de gatos, con dos trenzas y
las rodillas llenas de moratones. Adiós.
Se que mi madre llora
al otro lado del mar. Se que recuerda cuándo era pequeña y su madre la cogía en
brazos, como curaba sus heridas después de cada caída. Como hacía ella conmigo.
Se que llora con desgarro y que tiene los ojos hinchados porque ya he visto
esos ojos muchos veces, porque el que siente sufre, porque el que ama sufre.
Porque ha visto demasiadas muertes y aun así ríe cuando ve un niño o un gato
tumbado al sol. Porque el corazón es muy grande y se encoge cuando sufre, pero
sigue siendo grande.
En la casa del pueblo
hay muchas habitaciones con muchas camas donde dormían once hermanos, y los
desayunos eran copiosos y todos se sentaban en la mesa. Ahora hay nietos
corriendo, la ropa seca al aire, el abuelo está enfadado porque nos olvidamos
la puerta abierta. Mi padre me guiña un ojo. Mi abuela mira temerosa. Juego a
subir al desván y espiar por el hueco de la chimenea lo que pasa en la cocina.
Mi madre cocina con su hermana y se ríen de cosas que no recuerdo. Pregunto:
¿Qué hay para comer? – Como no bajes nada. Juego a abrir los baúles y sacar las
muñecas antiguas y trajes ajados por el paso del tiempo. Los pruebo. Bailo. Me
gustan los crujidos de la madera antigua cuando piso el suelo. En el desván también
hay una cama enorme e incómoda con una ventana verde al lado que da al verde
campo. Imagino que es mi casa. Llamo a mis hijos, a mi marido, a mis gatos.
Estoy sola.
La ciudad desierta como un corazón en ruinas
Ahora que el silencio me rodea
y no hay nadie al llegar a casa
y las flores del jardín se deshojan llenándolo todo de
pétalos
como si los pétalos
fueran lágrimas
Ahora que imagino ser una rama antes de caer
o el ultimo rayo de sol del dia
penetrando por las cortinas de un cuarto deshabitado
que huele a ruina
Ahora que me olvido de quien soy
que no, que la habitación huele a romero
que las lágrimas huelen a romero
que mi piel es un desierto
Ahora que la distancia sabe a rutina
y tus manos no juegan a destaparme el alma
y esta ciudad es un jodido desierto
llena de personas sin alma
y teléfonos móviles
que llaman
que corren
que rien
y huelen a alcohol
y a ruina
como yo.
Diarios del pasado
Recuerdo como el mar estaba justo enfrente pero tú me
mirabas a mi, como si fuera el desastre más bello del mundo, con los ojos
llenos de mar. Tus dedos alargados queriendo apartar el pelo de mi cara. En
aquel pueblo lleno de mar la vida duele tanto que cada poco se desvanece
alguien e incluso los gatos están cansados de caminar mirando el mar. Recuerdo
tus manos sujetándome antes del derrumbe. Lo peor de todo es que yo creía en
las personas, ahora solo creo en los libros. Cuando tenía diez años pasaba los
domingos tumbada en mi sofá entre libros, no quería asomarme a la vida, estaba
llena de arañazos. Mi sofá tenía dibujos bordados que parecían montañas y
flores, y a veces me asomaba a ver el mar desde las páginas de cualquier libro,
y fantaseaba con que mi vida sería así, los personajes secundarios eran tres
gatos con nombres originales, pero yo no quería eso. Yo no quería eso. En todas
las horas que me pasé leyendo en aquel coche observando a la gente que pasaba
por la calle intentando pasar desapercibida perfeccioné la técnica que ahora
empleo cuando voy en el metro. Y empecé a desear vivir otras vidas. Aquellas en
las que los niños reían y tenían juguetes y ropa nueva y bonita y los padres
nunca se soltaban de la mano. Hay un recuerdo muy vivo en mi memoria. Una tarde
de otoño, con siete años, todos los niños estaban jugando en el parque, y yo
caminaba con un par de libros bajo el brazo después de ir a la biblioteca. Me
acerqué a sentarme cerca de ellos, mirándoles, esperando que me dijeran algo
porque yo sólo tenía voz escribiendo. Esperé, se hizo de noche, vinieron a
buscarles. Volví a casa con los libros y volví a soñar con todo lo que nunca
ocurría. Mi sensibilidad se forjó dibujando en la puerta de mi casa, con mis
tres gatos a mi lado. Empecé a dibujar todo lo que veía pensando que podría
cambiar la realidad así. Después le puse colores. Nunca cambió nada. Aquel que
no me conozca se asombrará porque siempre sonrío por las pequeñas cosas, porque
adoro los gatos más que a nada, porque cuando era una niña me tocó ser fuerte,
porque dejé de ser una niña demasiado rápido. Después llegó la soledad. El
silencio en la casa con el pasillo más largo del mundo. Perdí tu voz. Perdí su
voz. La persona con la que crecí dejó de mirarme a los ojos. Conviví con la
soledad deseando cada mañana un rescate, como cuando esperé en ese parque con
siete años hasta que se hizo de noche. Pero siempre se hacía de noche.
Algunas mañanas vuelve ese sentimiento. La más pura soledad.
El silencio. Es entonces cuando vuelvo la memoria atrás y recuerdo como me
mirabas, con los ojos llenos de mar, como si fuera el desastre más bello del
mundo. Y me quedo a vivir en ese recuerdo.
Diarios IV
La ciudad duerme aleja a todo,
incluso a mí, a estas esperanzas y sueños. Esta noche ha pasado algo curioso de
vuelta a casa, después de tres noches sin dormir debido a la incomodidad de mi
colchón y de la vida, me he encontrado un colchón enfrente de mi casa. Blanco,
mojado, lleno de piedras por un lado. He decidido tomarlo como una señal y
traerlo a casa. Para ello me he hecho daño en los dedos y en las uñas.
Llevo tres noches sin dormir,
cuando cierro los ojos imágenes de mi vida pasan de un lado a otro y nunca se
hacia dónde mirar, me mareo, me caigo. Después empiezo a girar en la cama y la
cama hace tanto ruido que mi propio ruido perturba mi sueño. Hace unos cuantos
meses, en una semana de mi vida en la que todo era felicidad y tristeza, compre
un paquete de pastillas de componentes naturales que ayudan a conciliar el
sueño. Escribiendo conciliar siento el sueño llegando. Los ingredientes son “hop”,
“valeriana”, y algo más. Y a mi que “hop” me suena “hope”, esperanzas para
dormir. Pastillas hechas de esperanza.
Desde que esta ciudad me acogió soy una
desconocida más entre los ríos de gente en la estación central de tren, con un
libro en la mano y el café hirviendo derramándose por mi mano. Tengo la
valentía en los ojos y visito galerías en las que intento ser invisible frente
al cuadro. Ser la obra dentro de la obra. Y navego por mundos que creía
inexistentes. Mi primer día en soledad vi la
ciudad desde tan alto que la vida me pareció increíble. A esta ciudad le debo
el insomnio y las prisas, le debo la soledad. Le debo el aprendizaje. Ahora
café, ahora café derramado, ahora soledad, ahora literatura. Ahora la paz. Estoy
leyendo un libro en el que me dice que todas las preocupaciones vienen de las
necesidades que nos imponemos desde dentro, necesidades creadas e irreales.
Pero qué va a saber ese libro de todo lo que me haces falta desde que no estás.
Ayer fui a visitar otra ciudad en
tren, y llovía tanto que abrí las manos para intentar coger la lluvia. Vi el
esqueleto de un dinosaurio rodeado de bicicletas en el medio del Campus. Entré
en una capilla antigua con los techos inmensos y creí volar mientras un coro
cantaba cosas sobre adorar a un Dios que no conozco. Yo no estaba allí. Yo
estaba entre las voces corriendo hacia el cielo. Escribo insomne. Necesito que
esas imágenes dejen de flotar en mis ojos. Necesito cerrar los ojos y dormir,
conciliar, conciliar el sueño.
Necesito dormir, como duerme la
ciudad cuando nadie la ve.
— Jack Kerouac, Lonesome Traveler
Diarios III
He vuelto a ti y he vuelto a
nosotros, a los desayunos enfrente del mar. En el salón siempre hay conchas de
mar y sofás blancos y nosotros nos tumbamos intentando buscar el mar por la
ventana. Que ruje. Que lo veo en tus ojos tristes, que las olas me invaden y te
miro y somos un mar enorme lleno de vida. También volví a tu casa después de
mucho tiempo. Entre, repasé cada mueble, que caprichosa la memoria, había
olvidado que habías reformado tu habitación. Todo era nuevo. Todo estaba en
otro sitio. Pero aquel colchón lleno de recuerdos seguía donde siempre dándole
sentido al resto. No había fotografías, los álbumes, desaparecieron después del
desastre. Tengo que llenar esto de vida.
Aquella tarde volví a ver a mi
padre apoyado en la barra del bar en tus ojos. La misma voz, los mismos gestos,
el mismo destino. Temí y volví a ser la niña indefensa pero saqué fuerza y te
dije, no hagas esto, no es bueno. Después me fui a casa sabiendo que hay cosas
que nunca cambiarán.
En el avión de ida, me asombró el
desfile de pies descalzos en el aeropuerto y como todo el mundo parecía
perdido, pero todos sabían a donde iban. La vida era ese desfile de ida y
vuelta y los aviones despegando. En el de vuelta, mis maletas aparecieron solas
en la cinta transportadora. Todo lo que tenía. Girando sin parar.
La última noche que pasamos
juntos no dejé de abrazarte y por mi cabeza pasaba todo el rato el pensamiento
de que sería la última vez. Aún lo sigo teniendo.
Esta mañana tomé un café y volví
a escribir a mano en una libreta vieja. Escribí: “Hubo una vez que brillé de
felicidad, estaba en una casa vieja con las paredes sucias. Todo estaba en
orden. Tengo ganas de gritar y tengo miedo a equivocarme. Estoy leyendo sobre
la muerte y fuera los transeúntes caminan ajenos al futuro. En esta casa hace
tanto calor que estoy deseando salir para que el frío me despierte.”
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