Esta mañana me he
levantado como siempre, con ese sol caprichoso colándose por la ventana que da
al tejado. Con calma, he preparado uno de esos desayunos que levantan el
espíritu, avena, café cargado, galletas.
Hay una escalera muy
larga hasta la puerta que da a la calle, unos cien escalones que pesan en mis
zapatos.
Mi abuela ha muerto.
He decidido coger el
tren en la estación que huele a naturaleza y me recuerda el pueblo y cuando
corría con trenzas. Cuando te ayudaba a tender la ropa y te miraba mientras
cocinabas con tus hijas. También huele a cuando te sentabas en la escalera que
llevaba al desván a pelar habas, y me explicabas como se hacía.
Qué frágil la vida y
qué poco pensamos en la muerte.
En el tren hay una
señora que agarra fuerte su bolso y está llena de arrugas y de vida y huele a
ti. Y tengo ganas de decirle adiós porque tú ya te has ido. Porque no voy a
poder ir a decirte adiós desde mi escalón, rodeada de gatos, con dos trenzas y
las rodillas llenas de moratones. Adiós.
Se que mi madre llora
al otro lado del mar. Se que recuerda cuándo era pequeña y su madre la cogía en
brazos, como curaba sus heridas después de cada caída. Como hacía ella conmigo.
Se que llora con desgarro y que tiene los ojos hinchados porque ya he visto
esos ojos muchos veces, porque el que siente sufre, porque el que ama sufre.
Porque ha visto demasiadas muertes y aun así ríe cuando ve un niño o un gato
tumbado al sol. Porque el corazón es muy grande y se encoge cuando sufre, pero
sigue siendo grande.
En la casa del pueblo
hay muchas habitaciones con muchas camas donde dormían once hermanos, y los
desayunos eran copiosos y todos se sentaban en la mesa. Ahora hay nietos
corriendo, la ropa seca al aire, el abuelo está enfadado porque nos olvidamos
la puerta abierta. Mi padre me guiña un ojo. Mi abuela mira temerosa. Juego a
subir al desván y espiar por el hueco de la chimenea lo que pasa en la cocina.
Mi madre cocina con su hermana y se ríen de cosas que no recuerdo. Pregunto:
¿Qué hay para comer? – Como no bajes nada. Juego a abrir los baúles y sacar las
muñecas antiguas y trajes ajados por el paso del tiempo. Los pruebo. Bailo. Me
gustan los crujidos de la madera antigua cuando piso el suelo. En el desván también
hay una cama enorme e incómoda con una ventana verde al lado que da al verde
campo. Imagino que es mi casa. Llamo a mis hijos, a mi marido, a mis gatos.
Estoy sola.