Como la protagonista de aquella película fumando en la ventana, dejando que la vida se escape entre el humo. Como un bolero que habla del quizás, del quizás, y de los vestidos que nunca te pones y bailan dentro del armario. Brillabas, era cierto, últimamente algo te llenaba los ojos de vida, y eras tú misma. Eras tú de nuevo. Tomabas infusiones cada noche y dejabas que la nostalgia se fuera lejos, bien lejos, y planeabas atracar corazones y robar librerías, dejar notas en los libros de la biblioteca que dijeran “Hola, eres el hombre de mi vida” con una dirección debajo “búscame en el parque San Francisco”. Y que la casualidad hiciera de las suyas. El café ya no era amargo. Llevaba lloviendo dos semanas y salías con una sonrisa que provocaba un arco iris. Con el sombrero lleno de pájaros y la música en los autobuses. No era cosa del amor, tampoco de los trenes que siempre pasaban de largo en la estación, ni de los libros que descansaban en la mesilla de noche. Puede que tuviera algo que ver con los gatos de la ciudad del viento, con la calma, con el mar y sus mareas, y tú que estabas llena de sol y de sal. Estabas llena de vida.
Aún recordabas aquel gato de Crystal Palace que se relamía los bigotes en el tejado de aquella casa abandonada, y los corazones que yacían olvidados en Victoria Station. Tenías el atardecer más grande del mundo atrapado dentro de ti. Y es cierto que la ciudad a veces se hace pequeña, pero tú eres tan grande que eres capaz de volar por encima de ella, de farola a semáforo, y a veces se hace grande, y te pierdes en las callejuelas bajo el abrigo. Pero ya nada importa, más que seguir el curso de los días, con cafés y sueños, drogándote en las bibliotecas y emborrachándote de palabras. Porque así eres, y los trenes lo saben, y ya te echan de menos.
Como la protagonista de una película francesa que se coloca el sombrero, para volvérselo a quitar, y tiene una sonrisa grande, natural, y en ese pequeño gesto se para el mundo. Y el viento mueve las flores de la ventana. Y un gato descansa apoyado en el sofá, y la estantería está llena de libros. Y ella sonríe, y el tiempo se detiene. Y un hombre la mira desde la otra punta de la habitación, diciéndole entre susurros: Sigue siendo la que sonríe, la que viaja, la que sueña. Y ella se coloca el sombrero y las flores paran de moverse, y el gato es aquel gato de Crystal Palace, y él está enamorado, y llegan las palabras que anuncian el Fin. Pero ya nada importa, nada.