Crónica de un día entre libros.

En aquella biblioteca las palabras volaban por el aire. Los libros se revolucionaban y bailaban por los pasillos. Algunos rojos, otros amarillos, otros de imágenes, moviéndose por las blancas paredes. Al fondo, una pareja se comía a besos sin cercanía entre sus cuerpos. Se comían a besos literalmente, como cuando le escribes a alguien lo que le harías si lo tuvieras cerca. Literatura, palabras, se comían a besos visualmente, como cuándo miras a alguien y piensas en hacerle el amor. En el piso de abajo, un pirata se había escapado de un libro infantil y se había quedado dormido en uno de los sillones. No tenía pata de palo, ni una pipa en sus labios. Sólo entre sus manos un pedazo de vida desmenuzada, sabor de vino en su labios. Gente de todo tipo hojeaba revistas. En sus portadas actores, músicos, y famosos que no deberían serlo, tomaban copas sin que nadie los viera. Era una fiesta secreta. En una de las mesas una joven estudiaba la manera de amar el amor, y cómo podía encontrarlo un sábado noche. O el lunes por la mañana en la cola del supermercado. Un hombre de mediana edad tenía la letra más pequeña del mundo, se acercaba tanto a sus hojas de apuntes que parecía que tenía hambre de palabras. Unos ojos minúsculos se concentraban en aquel quehacer. Un libro olvidado en la tercera estantería del fondo del pasillo alargaba las manos para que alguien le abrazada, hacía mucho tiempo que nadie lo tenía entre sus manos y acariciaba sus páginas. Estaba triste. Muy triste. La pareja seguía ensimismada en sus hojas de apuntes, comiéndose en la distancia. Ella soñaba con viajar con él a una isla italiana. El pensaba en desnudarla. Ella le sonreía. El comprendía lo que estaba pensando, y se tiraban un beso. Y hablaban del pirata que había escapado del libro, del hombre que comía palabras con los ojos, de los libros olvidados, de los sueños encontrados. Se besaban en el tercer escalón del primer piso. Se comían a besos, y esta vez cerca y sonriendo. En sus descansos de estudio paseaban entre el frío, matándolo a base de abrazos. Comiendo los gajos de una clementina, como ella. Perdiéndose en las bolas de nieve de los escaparates. Entre tiovivos, princesas, allí donde solían gritar. Entre las calles de Oviedo muriéndose de frío pero más felices que nunca. Y volvian al estudio, comiéndose de nuevo. El miedo lo lanzaban bien lejos. Sólo vivían el momento. Un momento que les sonreía. Y las letras de los libros se juntaban formando palabras de amor en sus labios, las fotografías de un atlas del mundo les enseñaban paraísos que algún día visitarían, el pirata les sonreía, el hombre de los ojos pequeños les escribía con palabras enormes un Te quiero. El café, el café en sus labios sabía mejor que nunca. Y se pasaban el día comiéndose, lejos, cerca, que más da. Era real. Otro día terminaba, una aventura más juntos..

Fugaz.

Voces desgarrando una melodía. Había tanta agua en el corazón, que, como si de una pecera se tratase terminó desbordándose y poniéndolo todo perdido. No sabía como decirte que las noches eternas a tu lado pasan en un suspiro. Creía que te lo había escrito en la piel, en la espalda, en los ojos que pones cuando la miras, en tus manos. Tus preciosas manos. Y en los atardeceres en los que no estas todo parece un poco más triste. Te vi perdido en tus apuntes, imaginando un laberinto de números que terminaba con un beso. Te vi, de reojo, adoré tenerte cerca. Lo escribí en tus apuntes. Cuántas tardes sin tí, cuantas noches. Que me quedará si no puedo perderme en tu cuerpo. El salón está inundado, tu corazón sin aire. Mis besos no tienen a donde ir a parar y se pierden por el aire. Quien insuflará oxígeno a esos pulmones, a ese corazón al que le falta un poco de gas. Si yo sería capaz de dar la vuelta al cielo por tí. Cuando aprenderás que las mejores palabras son las que se pierden entre nuestros labios. Que no tengo que escribir nada porque ya lo vivo. Y no necesito de sueños si te tengo al lado. Quién podrá ir a contarte que el cielo hoy estaba precioso. Que vi amanecer desde el tren, que estudiar no es divertido si no te tengo al lado. Y las ganas que tengo de darte un beso. ¿Qué hago con ellas? Hoy me he dado cuenta que los momentos pasan fugaces, y yo voy a hacer todo lo posible porque tú no te escapes, fugaz. Como los colores del atardecer, fugaces. Te quedarás conmigo, lo sé.
Cualquier intento por sacar lo que llevaba dentro era imposible. Como cuando Alicia se hacía pequeñita, y veía el mundo tan grande que la ahogaba. Había olvidado como escribir, ya no sabía perderse en los misterios de los edificios antiguos, quería escapar. Aquella ciudad gris la ahogaba. El humo de los coches hacía desaparecer los colores bonitos de los corazones. Las letras de los apuntes se emborronaban entre ese humo. Un día escribió sobre las diferentes capas de pintura de una pared. Al final, no queda ni un sólo resto de lo que hubo por primera vez. Y en la superficie, un cartel anuncia el próximo concierto. Conocía todos los portales de aquella ciudad maldita, las aceras, el color del atardecer y las noches naranjas. Que tanto odiaba. A veces se respiraba paz, a veces era imposible respirar. Sin guantes, pero sin las manos frías. Había hablado tanto de su corazón que ahora se había quedado sin palabras, quizá estaban entre ese humo. El humo del invierno. Suspiraba por tener una azotea desde donde mirar todo lo que ocurría, y acababa por hacerla en su mente. Desde esa azotea vislumbraba todas las historias que había creado, con o sin final. Un joven disfrazado de mimo lleno de pecas. Una señora tocando el piano con sus manos huesudas. Melodías desafinadas, el acto final. Se rompió entre las vías de un tren y se desplomó queriendo volver a empezar. Los trenes idealizados, los bocadillos de domingo, sal en el mar y en los ojos. Lienzos pintados de rojo pasión o de rojo sangre, la de un corazón que apenas renace. Personajes reales e inventados. Quién sabe a donde van los deseos, o lo dificil que es renunciar a un sueño. Había imaginado futuros, futuros diferentes. La lluvia se lo había llevado todo, maldita ciudad lluviosa. Removiendo el café se había encontrado con diferentes miradas en el fondo de la taza, luminosas, oscuras. La ilusión del primer día y la amargura de la última noche. Cuando no sabía que le iba a deparar la vida cerraba los ojos y ahí estaba. Desaparecían todos los personajes, todas las historias, se callaba el corazón, se quedaba tranquilo. Emergía un faro, azul. De repente, se tranquilizaba por dentro. El mar en calma, los susurros de la marea. Los ojos cerrados, y la vida como un libro que se cierra y vuelve a abrir. En la primera página aparecía una niña con una sonrisa inocente. Había eliminado todos los fantasmas. Todo el dolor. Ya sólo quedaban cicatrices apenas visibles, heridas olvidadas, recuerdos escondidos. Y unas terribles ganas de vivir.

Desayunos increíbles.

Me desperté en un lugar desconocido. Al fondo de la cama estaba él, despierto, mirándome. Fuera lucía el sol aunque hacía un frio invernal. Restos de nieve cubrían parte de la carretera, decían que era imposible conducir. A nosotros eso no nos importaba. Ni eso, ni el frío. Después desayunamos con música suave de fondo. Desde la ventana veíamos el frío inundándolo todo. Lo tomamos todo sin prisa, como si ese mundo pudiera terminarse si acelerábamos. Apenas sin hablar, no hacía falta. Después nos perdimos en aquella cama. Matamos todo el frío, que resucitó pasado un tiempo. Nos fuímos de allí con la sonrisa puesta. Al día siguiente amanecimos de la misma manera, pero no estabas en la cama. Te encontré entre las tazas de desayuno y los pasteles que habías bajado a comprar. Sonreíste. Te había pillado. Volví a acurrucarme en la cama esperando a que aparecieras con la bandeja. Volvi a acurrucarme esperando que la cama se convirtiera en tus brazos. Y después de tomar el café volví a perderme en tí. No importo el frío, ni el temporal, ni la previsión meteorológica. Si no circulaban los trenes, los autobuses, si la gente resbalaba en la nieve y no había manera de pasear. En aquel momento sólo importaba que a un beso le siguiera otro, y procurar no despegar nuestros cuerpos. Apuramos hasta el último segundo. Merendamos en ese salón donde sólo hay conchas y barcos, con vistas al mar. Se apagaron las luces del día, se encendieron las del puerto y regresamos.