Recuerdo como el mar estaba justo enfrente pero tú me
mirabas a mi, como si fuera el desastre más bello del mundo, con los ojos
llenos de mar. Tus dedos alargados queriendo apartar el pelo de mi cara. En
aquel pueblo lleno de mar la vida duele tanto que cada poco se desvanece
alguien e incluso los gatos están cansados de caminar mirando el mar. Recuerdo
tus manos sujetándome antes del derrumbe. Lo peor de todo es que yo creía en
las personas, ahora solo creo en los libros. Cuando tenía diez años pasaba los
domingos tumbada en mi sofá entre libros, no quería asomarme a la vida, estaba
llena de arañazos. Mi sofá tenía dibujos bordados que parecían montañas y
flores, y a veces me asomaba a ver el mar desde las páginas de cualquier libro,
y fantaseaba con que mi vida sería así, los personajes secundarios eran tres
gatos con nombres originales, pero yo no quería eso. Yo no quería eso. En todas
las horas que me pasé leyendo en aquel coche observando a la gente que pasaba
por la calle intentando pasar desapercibida perfeccioné la técnica que ahora
empleo cuando voy en el metro. Y empecé a desear vivir otras vidas. Aquellas en
las que los niños reían y tenían juguetes y ropa nueva y bonita y los padres
nunca se soltaban de la mano. Hay un recuerdo muy vivo en mi memoria. Una tarde
de otoño, con siete años, todos los niños estaban jugando en el parque, y yo
caminaba con un par de libros bajo el brazo después de ir a la biblioteca. Me
acerqué a sentarme cerca de ellos, mirándoles, esperando que me dijeran algo
porque yo sólo tenía voz escribiendo. Esperé, se hizo de noche, vinieron a
buscarles. Volví a casa con los libros y volví a soñar con todo lo que nunca
ocurría. Mi sensibilidad se forjó dibujando en la puerta de mi casa, con mis
tres gatos a mi lado. Empecé a dibujar todo lo que veía pensando que podría
cambiar la realidad así. Después le puse colores. Nunca cambió nada. Aquel que
no me conozca se asombrará porque siempre sonrío por las pequeñas cosas, porque
adoro los gatos más que a nada, porque cuando era una niña me tocó ser fuerte,
porque dejé de ser una niña demasiado rápido. Después llegó la soledad. El
silencio en la casa con el pasillo más largo del mundo. Perdí tu voz. Perdí su
voz. La persona con la que crecí dejó de mirarme a los ojos. Conviví con la
soledad deseando cada mañana un rescate, como cuando esperé en ese parque con
siete años hasta que se hizo de noche. Pero siempre se hacía de noche.
Algunas mañanas vuelve ese sentimiento. La más pura soledad.
El silencio. Es entonces cuando vuelvo la memoria atrás y recuerdo como me
mirabas, con los ojos llenos de mar, como si fuera el desastre más bello del
mundo. Y me quedo a vivir en ese recuerdo.