
Entre tantos días que se escaparon de mis manos están las historias más bonitas del mundo. Al principio de mis vacaciones conocí un mundo tan especial que te arranca el mismo número de sonrisas que de lágrimas. Lo más importante en ese mundo es sonreir de corazón, pintarse la cara de colores y tener el corazón dispuesto a llenarse de buenos momentos. Todo es sencillo, los besos y abrazos son la rutina de cada segundo. Todos son felices, y tú aún más por hacerles felices. En los paseos siempre hay que ir cogidos de la mano y un montón de niños grandes te cuentan sus inquietudes. Por mucho que la edad varíe, todos tienen la inocencia pura de un niño. Colorean, bailan, y quieren disfrazarse los primeros. Besan, abrazan, y saben que tener pareja es algo precioso por eso nunca le sueltan de la mano. Por la noche pasan estrellas fugaces y por la mañana aviones, y lo mejor de todo es que los deseos se cumplen. Es una burbuja alejada de la realidad en la que la mayor preocupación es escoger un disfraz bonito para bailar con él esa noche. Y da igual quien sea Cenicienta, o de que vaya vestido el de enfrente porque va vestido de arriba a abajo de sonrisas. Enormes. De música, de bailes, de regalos, y te lo demuestra con cada abrazo. Por la noche estás agotado y deseando dormir, pero al día siguiente en el desayuno recobras la fuerza. Y te repites a tí misma: Así es. Esto es la vida. Y cuánto mejor es cuando eres capaz de hacer feliz a tanta gente. Y ya tienes fuerza para bailar toda la noche. Y para escuchar como te cuentan cómo su sobrinito pequeño juega y que pulsera quieren comprarse ese día. Por todos esos niños grandes a los que llamamos discapacitados, que son más capaces que mucha gente. Que saben vivir haciendo lo que de verdad importa: repartiendo amor y haciendo especial cada segundo.
Gracias por todo.
Estoy de vuelta, con el corazón lleno de cosas que contar. Con más experiencias, sueños, pero con la mismas ganas de vivir de siempre. Intensamente. Dispuesta a hacerlo todo con pasión.