Lo contrario de “abrirse en canal”: cerrar el corazón ante lo extraño, refugiarse en uno mismo. Últimamente hay algo que me empuja a la soledad, a recorrer los rincones de esta ciudad sin más compañía que la de mis pasos. Los atardeceres en soledad siempre fueron más inmensos. Cuando era pequeña vivía en una casa a las afueras de la ciudad y no tenía muchos amigos. Por las tardes, iba a la biblioteca con mi padre y me sentaba en el parque con mis libros esperando que alguien me dijera algo. Nunca se acercaron.
Nos hemos mudado a un nuevo barrio y tenemos una terraza. Nunca pensé que pudiera tener una. Hace unos días saqué una de las sillas de la cocina y me senté a leer. Aún hacia frio. Si te asomas y miras a la izquierda hay un cementerio. Tiene tumbas de 1800. Cuando hace sol parece un parque, el verde de la hierba reluce resplandeciente y puedes sentarte en uno de sus numerosos bancos a ver la vida pasar. O la muerte. El cementerio está más cerca de mi casa que el supermercado.
Últimamente la ciudad sabe a caos. Los atardeceres nos dan la vida pero la prisa nos la quita. Corremos de un lado a otro y cogemos metros y corremos en el andén y la puerta se cierra a nuestras espaldas. Respiramos. A veces. Solamente cuando dejamos de pensar en el futuro y en el trabajo y tenemos toda la vida por delante. Respiramos.
Después de varios meses volví a comprar flores. Era un ramo amarillo, con flores hermosas e inmensas. Recordé porque siempre necesité flores. Cuando tenía seis años, había una mimosa detrás de mi casa y cuando llegaba Pascua estaba florida y llena de vida. Siempre saltaba e intentaba arrancar las ramas más cercanas para poder preparar un ramo para mi madre. Es lo poco que recuerdo que hacía por ver a mi madre sonreír.
Hace unas semanas fui a ver el mar. Cogimos un tren en la estación que está en uno de los puentes que cruza la ciudad. Se pueden ver todos los edificios de Londres a ambos lados y dan ganas de comerte la ciudad. Llegamos al mar. El mar olía a nostalgia. La playa no tenía arena. La arena son piedras diminutas que se clavan en tus zapatos como recuerdos que no esperas. Fotografié mis pies cerca de las olas. Mientras caminaba por sus calles y un músico tocaba a lo lejos decidí que tenía que volver a escribir. Al fin y al cabo, es lo único que siempre me mantuvo cuerda.